Quién es Juan Manuel Santos el premio Nobel de Paz
Siempre en búsqueda de la paz
Para Juan Manuel Santos, galardonado con el Premio Nobel de Paz, esta ha sido un motor a lo largo de su vida.
Todo empezó en casa. Cuando su abuelo, el periodista y columnista del periódico El Tiempo, Enrique Santos Montejo, mejor conocido como Calibán, y su padre, Enrique Santos Castillo, editor de la misma publicación, le contaban de esos años de la Violencia con mayúscula, de esas décadas de sangre que le siguieron a la muerte de Jorge Eliécer Gaitán, a la sublevación de las guerrillas liberales, a las matanzas entre liberales y conservadores radicales. Su padre le contaba cómo había participado, entre telones, en la desmovilización del temible Guadalupe Salcedo y de los hermanos Bautista. Y hasta un día vio a Salcedo en la casa de su abuelo. Años después, con su familia, recuerda cómo iban a una finca de su tío y padrino cerca a Ambalema (Tolima) acompañados por el ejército por los rezagos de la violencia. Estaba en el territorio de los bandoleros Sangrenegra, Desquite y Tarzán y era necesario estar atento. Aún se sentía el fantasma del peligro de los guerrilleros desprendido del armisticio de las guerrillas liberales de los Llanos.
Quizá no lo sabía en ese entonces en el que tenía acceso a tanto, pero esas charlas en la casa de la familia, esa certeza de ver la cara de la guerra de primera mano, encenderían una llama en su corazón. Una búsqueda incesante por encontrar la paz del país y que se dedicaría a cultivar por décadas, cruzando caminos plagados de obstáculos para alcanzarla. Vio, también, de frente, la cara de la pobreza cuando fue delegado cafetero en Europa durante la década de los 70 y tuvo la oportunidad de descubrir en los países africanos los estragos de la violencia y las guerras y sus consecuentes efectos en el rezago de la población. Con ello, entendió su propio país, lo fue comprendiendo en profundidad y vio de qué manera la naturaleza de la violencia en Colombia tenía razones estructurales que había que atacar, como lo explicó en el Centro Wilson, en Estados Unidos, en 1987: “(…) independiente de la forma como la guerrilla ha querido utilizar este proceso para fortalecerse, lo cierto es que el anterior gobierno y el actual (el de Belisario Betancur y el de Virgilio Barco) coincide en varios aspectos fundamentales en sus estrategias para tratar el problema de paz: ambos han pregonado la necesidad de descentralizar el aparato estatal y rehabilitar las zonas más abandonadas reconociendo así que existen ciertas condiciones ‘objetivas’ para que se desarrolle la violencia. Asimismo, ambos han buscado la ampliación del espacio político lo que a su vez es también un reconocimiento tácito de que existen restricciones en nuestra democracia y por consiguiente es susceptible de mejoras”.
Y esas mejoras podían darse si se alcanzaba la paz, como lo vio ese mismo año en una clase con el profesor Roger Fisher en Harvard, a quien había tenido la oportunidad de oír a comienzos de los ochenta. El curso se centraba en la negociación de procesos de paz. Ya en el 84, había estrechado la mano de Jimmy Carter, artífice de los acuerdos de Camp David sobre el conflicto árabe israelí. Allí sintió que la violencia que padecía Colombia y esa década terrible de los años 80, debía tomar otro camino, el del diálogo. Había que continuar esa primera iniciativa del presidente Belisario Betancur de sentarse a negociar con las FARC y otros grupos armados. Quería corregir un error del pasado del que se arrepintió, ese de haber torpedeado desde las páginas de El Tiempo, una iniciativa del expresidente López Michelsen de reunirse con Pablo Escobar para negociar con el Cartel de Medellín una salida negociada. No dimensionó las consecuencias de su impulso en donde actúo el periodista sediento de ser la conciencia ética del país, en lugar de pensar fríamente cuántas muertes se habrían evitado si se hubiera llegado a un acuerdo con Pablo Escobar antes de que se volviera el monstruo que se volvió.
Durante esa década había seguido como legado familiar el oficio de periodista en el periódico El Tiempo, pero un consejo le cambió el rumbo. Su admirado Alfonso Palacio Rudas le dijo: “Si quieres ser influyente, sé periodista, pero si quieres ser poderoso, sé Presidente de la República”. Esas palabras bastaron para aceptar la invitación del Presidente César Gaviria, para ser su ministro de Comercio Exterior, una cartera recién creada. Entendió, y decidió, que sería desde el escenario político donde podría contribuir a esa causa que le empezaba a marcar la pauta de su vida: la paz. En ese ministerio, que abrió el país al mundo, estrechó lazos y realizó convenios que permitieron que el país empezara a salir del estancamiento de unos años de violencia insoportable. Con cada relación que se construía con otros países intentaba romper la imagen de Colombia como un país inviable, en el que estallaban bombas y secuestraban a ciudadanos indefensos. Durante esos años fue testigo de los fallidos intentos de paz, con el ELN, en Maguncia y con las FARC, en Tlaxcala, que dejó consignada esa horrible frase del comandante ʻAlfonso Cano’ “nos vemos dentro de 20.000 muertos”.
Al salir de ese cargo, construyó el andamiaje de su gran sueño: la Fundación Buen Gobierno. Allí se dedicaría a pensar cómo hacer de Colombia un país más incluyente y progresista. De hecho, durante el gobierno Samper, Juan Manuel Santos, junto con miembros de la Iglesia, sindicatos, empresarios como Nicanor Restrepo y otras personas como Álvaro Leyva o Angelino Garzón, incansables buscadores de la paz, realizaron una serie de reuniones que buscaban intentar contrarrestar la crisis de gobernabilidad que padecía el país. Semana escribió “(…) Solamente Santos era capaz de hablar en poco más de un mes con la guerrilla, los paramilitares, el Nobel Gabriel García Márquez, tres expresidentes, un asesor del presidente Clinton, Felipe González, representantes del Sindicato Antioqueño, los gremios, la Iglesia y las centrales obreras”. Pero lo tildaron de “conspirador” y lo acusaron de que buscaba tumbar al presidente Samper. Eso nunca se comprobó, aunque tampoco prosperaron las conversaciones de paz que lo único que buscaban era alcanzar la paz a toda costa. Pero faltarían años aún para alcanzarla.
Lo que sí logró hacer fue propiciar uno de los eventos que más relevancia ha tenido en el país en la búsqueda de la paz: la cumbre de paz en la Abadía de Monserrat, en Bogotá, con un invitado clave: Adam Kahane, un hombre que había cumplido un papel fundamental en alcanzar la paz en Suráfrica y con quien el propio Nelson Mandela le había recomendado hablar. Con Kahane y junto con una cantidad de participantes que representaban a todos, absolutamente todos, los sectores de la sociedad –hasta el esmeraldero Víctor Carranza llegó y los comandantes de las FARC, ʻRaúl Reyesʼ y del ELN, ʻFrancisco Galánʼ, aparecieron vía telefónica- se sentaron a pensar en una salida dialogada en el país y que se materializaría, seis meses después, en el documento Destino Colombia. Su objetivo era contribuir a reestablecer las muy deterioradas relaciones del Gobierno con los grupos armados ilegales. Allí se imaginaron cuatro escenarios posibles para el futuro del país en los próximos 16 año, de 1997 a 2013.
El primer escenario, ‘Amanecerá y veremos’, invitaba a pensar en lo que ocurriría si, en vez de hacer una intervención puntual, se dejaba que los problemas del país se resolvieran por sí solos, lo que llevaba a una pérdida de autoridad del Estado, al recrudecimiento de la violencia y al incremento de las condiciones de pobreza, entre otros.
El segundo escenario, ‘Más vale pájaro en mano’, aludía a las concesiones ofrecidas a los grupos armados con tal de iniciar un proceso inmediato de reconstrucción de la democracia y de frenar el ciclo ascendente de violencia y muerte.
El tercer escenario se llamaba ‘Todos a marchar’. Aquí el liderazgo político acogía la demanda popular para restaurar la seguridad y asumía un mandato que se caracterizaba por la firmeza contra los violentos.
Finalmente, el cuarto escenario, ‘La unión hace la fuerza’, buscaba un empoderamiento de la sociedad civil para la resolución de conflictos.
Vemos cómo esa hoja de ruta de país trazada sería la que exactamente se daría en el país y de la cual Juan Manuel Santos formó parte activa en cada uno de los escenarios. Aborda la desesperanza que produjo el proceso del Caguán –de hecho, en esos años se reunió, allí en Caquetá con ‘Raúl Reyesʼ y en el Sinú con Carlos Castaño, las dos cabezas de la violencia que arrasaba con el país, para ver qué salida dialogada podía existir entre ambos y se ofreció a ser mediador–, sigue con el fortalecimiento de la Fuerza Pública y la decidida apuesta de Estados Unidos por apoyar al país, dando como resultado un arrinconamiento militar a la guerrilla y el exitoso paso de Juan Manuel Santos por el Ministerio de Defensa, quien aplicó el consejo de López Michelsen de que “hay que derrotarlos para negociar con ellos”. Allí lideró el cambio de estrategia que permitió concentrar los esfuerzos en atacar a los líderes guerrilleros y fortalecer la inteligencia que llevó a darle los golpes más duros a las FARC y a llevar a cabo la famosa Operación Jaque que culminó con la liberación, sin disparar un solo tiro, de 15 secuestrados por las FARC, entre ellos la precandidata presidencial Ingrid Betancourt, quien llevaba seis años pudriéndose en la selva.
Este recorrido de vida llega a su plena madurez con un mandato popular por la paz, su elección como Presidente de la República durante dos períodos y la equidad y la educación, como pilares de un Nuevo País. En 2012 hizo pública la mesa de negociaciones con las FARC y durante cuatro años de intensos debates, y miles de obstáculos, se llegó a un acuerdo de terminación del conflicto con la guerrilla más antigua del continente. El 26 de septiembre de 2016 firmaron el acuerdo el Presidente Santos y el máximo comandante de la guerrilla, Rodrigo Londoño, ‘Timochenkoʼ con la esperanza de una gran parte del país y el apoyo de la comunidad internacional. Sin embargo, unos días después, por un estrecho margen, el plebiscito convocado para refrendar el acuerdo, perdió. Con todo, en un acto de profundo convencimiento de que Colombia no puede perder la oportunidad de hacer las paces, días después de esa derrota, la academia sueca le otorgó al Presidente Juan Manuel Santos el Premio Nobel de Paz por su incansable búsqueda de la paz para Colombia.
Porque, tras cuatro años de negociaciones, la moderación del lenguaje de la guerrilla es tan diciente y su compromiso de que, pese al resultado del plebiscito, no pretendían volver a las armas, es tan revelador como es de drástica la reducción de las cifras de la violencia vividas en el país en estos años de cese al fuego. Y las regiones lo están sintiendo. Quizá es allí donde se puede medir un resultado palpable de la negociación entablada con las FARC en este nuevo intento por la paz, el más cercano jamás alcanzado con la guerrilla más antigua del continente.
Colombia insiste en alcanzar la paz. La derrota en las urnas fortaleció a la sociedad y la sacó a las calles a exigir un Acuerdo Ya. Decenas de campamentos con jóvenes se establecieron en las plazas de las ciudades del país para presionar que el gobierno y sus opositores se sentaran a revisar cómo ajustar el acuerdo de la Habana para que todos se sintieran incluidos. El Presidente Santos, perseverante, unió al país en torno a un diálogo nacional para alcanzar la paz como máxima necesidad y alentó al ELN, el otro grupo armado ilegal que queda en el país, para que se siente a negociar y deponga por fin sus armas.
En 2010, el presidente Juan Manuel Santos llegó a la Casa de Nariño con el propósito de entregarles a los colombianos un país en paz. Por eso, el 24 de noviembre de 2016, pese a las adversidades y tras largos e intensos diálogos nacionales, el mandatario colombiano firmó en el Teatro Colón de Bogotá un nuevo Acuerdo de Paz, junto con el jefe máximo de las Farc, Rodrigo Londoño. El Acuerdo fue refrendado posteriormente en el Congreso.
El Nobel de Paz recoge una trayectoria, un incansable interés de Juan Manuel Santos por perseguir la paz de Colombia. En los años 90, optimista como lo ha sido siempre, dijo que la paz estaba de un cacho, pero la guerra se impuso llenando el país de víctimas. Hoy, repite que la paz está más cerca que nunca. Y sí, a Colombia le llegó la hora de la paz.