El recuerdo del fatídico 11 de Septiembre de 2001 contado por la periodista Natalia Cruz
- Después de un año de haber llegado a Estados Unidos, y en pleno cumplimiento de sus compromisos para la cadena Telemundo en la Gran Manzana, la comunicadora barranquillera Natalia Cruz, muy joven, cubrió periodísticamente la tragedia de aquel fatídico 11 de Septiembre, cuando desaparecieron las Torres Gemelas de New Yor, y con ellas, miles de personas inocentes.
Reportando el terror
Por Natalia Cruz
En camino a mi asignación del día, mi olfato de reportera jamás logró percibir que sería el día más trágico que mis ojos pudieran ver.
- Todo transcurre rutinariamente. Son las elecciones primarias en Nueva York y debo entrevistar al candidato hispano Fernando Ferrer en un puesto de votación de Times Square. Alcanzo a sonreírle de lejos con señas de que quería hablarle, cuando suena mi celular. Fastidiada por la interrupción, escucho en la línea a Linda, de la mesa de asignaciones, con voz nerviosa, diciéndome que se había desatado un incendio en las Torres Gemelas, que debía dirigirme hacia allá.
En mi ingenuidad, creí que sería una pequeña emergencia. Cuántas veces en el último mes cubrí incendios de edificios que los audaces bomberos de la gran ciudad lograban controlar en cuestión de pocas horas. ¿Cuánto más, algunas llamas en aquellas torres de acero?
- Me subo a la camioneta con Carlos, el camarógrafo, y enciendo la radio. Ahí es cuando logro entender que no solo era un incendio, el locutor decía que un avión se había estrellado contra la torre norte. Pero, ¿cómo era posible si el espacio aéreo está restringido y controlado? ¡Dios mío!, ¿cuántas víctimas? Decían que era un pequeño avión, que no era una aeronave comercial.
¡Qué horrendo accidente!, pienso, mientras Carlos acelera frenéticamente sobre la autopista Westside Highway, una especie de circunvalar que bordea el oeste de la isla de Manhattan. De repente escucho lo que mis oídos no estaban preparados para escuchar: otro avión se estrella contra la torre sur.
- En un momento surrealista, creo estar en medio de una guerra, de un Armagedón. ¡Nos están atacando! Ese es el grito que sale desde mi alma, pero en vez de dar marcha atrás ante el miedo natural, seguimos corriendo hacia el peligro. Nunca lo había sentido tan cerca. A lo lejos, pronto se asoma el emblemático World Trade Center, y de cada torre emana una extensa columna de humo negro. Mi corazón se acelera y parece escaparse por mi boca.
Llegamos tan cerca como podemos, y con temor miro hacia arriba. Logro ver lo que se asemeja a escombros cayendo, y Carlos, aferrado a su cámara, me dice: “Son personas lanzándose”.
- ¡No, no es cierto! Miro detenidamente en la profunda laceración de las estructuras y veo decenas de vidas atrapadas en un trágico limbo. Alcanzo a divisar un hombre que agita un paño con su mano. Me tiemblan las piernas y no puedo controlarlas. Carlos grita: “otra persona cayendo. ¡Y mira, otra!”
Me tapo los oídos, bajo la mirada y con lágrimas escurriendo, digo ¡No!
Héctor, el operador de nuestro camión satélite, acaba de llegar y le grita a Carlos: “¡Cállate, idiota, no ves que la estás haciendo llorar!
Pero no siento vergüenza de mi dolor ni de mis nervios, nunca nadie me preparó para esto.
Más tarde, en los videos, gracias al acercamiento del lente de la cámara, puedo ver los rostros de esas personas que están asomadas en los ventanales del edificio en fuego, hay esperanza en algunos de que serían rescatados. Pero, ¿dónde están las fuerzas élite de este país? ¿Los infantes de marina? ¿Los equipos de asalto de la policía? ¿Los helicópteros? ¿Cuál es la estrategia de rescate? Otros están resignados a saltar para liberarse del infierno, de los 2 mil grados Fahrenheit que decían los expertos que se sentían en el corazón de las torres.
Desesperado, un hombre incluso trata de amortiguar la caída con una camisa a modo de paracaídas, pero desde ese abismo, el final sigue siendo estrepitoso y cruel.
Me preocupa no estar en mis cinco sentidos para ponerme frente a la cámara. Solo llevo un mes como reportera de la calle en Telemundo, y tengo que reportar los peores ataques terroristas en suelo estadounidense.
Un grupo de bomberos ingresa a uno de los edificios. Los veo de espalda, pero uno de ellos alcanza a voltear y me quedo con su rostro grabado hasta que la tragedia vuelve a sorprenderme. En un ensordecedor estruendo, uno de los grandes símbolos del poder económico de esta nación desaparece ante mis ojos. Como si fuera un castillo de arena, se va desmoronando piso por piso, y con él, miles de vidas sepultadas bajo toneladas de escombros y acero, incluyendo a ese bombero que minutos antes había visto fuerte, robusto y con vida.
Mientras decenas corren, yo no me muevo, no grito, no lloro, solo quedo pasmada en el tiempo y en medio de una pesadilla. No puede ser cierto, no es real. ¿Cómo en segundos puede esfumarse la vida y el emblema de un imperio? Recuerdo el impacto que me causó de niña aquella película con Charlton Heston y la imagen de la cabeza de la estatua de la libertad semienterrada en un planeta gobernado por simios. Me pregunto si es el final de los tiempos.
En el ángulo donde me encuentro, casi a la orilla del río, la monumental caída de la torre sur no me afecta físicamente. Sin embargo, la imposibilidad de conseguir señal en el área para transmitir en vivo nos hace movernos más cerca y de frente a la torre norte, que aún queda en pie. Ya se empieza a hablar de un tal líder terrorista Osama Bin Laden, posible autor intelectual del ataque.
Trato de llamar a Jairo, mi esposo, pero los celulares no están funcionando.
Llega nueva información: los aviones sí eran comerciales y estaban cargados de pasajeros con terroristas suicidas a bordo. ¡Más ataques! Otro avión se estrelló contra el Pentágono, y otro, que presuntamente se dirigía contra el Capitolio, fue derribado en Shanksville, Pensilvania, al parecer por los propios pasajeros. No estaba equivocada, ¡estamos en guerra!
En medio del caos, pierdo de vista a mis dos compañeros y me hallo sola en un mar de gente deambulando sin destino. Ante el cansancio, me refugio al interior de la camioneta de otra reportera, estacionada de espaldas al remanente del Centro Mundial de Comercio. Mi corazón aún no hallaba sosiego, cuando de repente escucho un sonido parecido al de un bombardeo. Me apresuro a escapar del carro, y con terror volteo lentamente para descubrir una nube de humo y escombros que se mueve hacia mí, espesa, avasallante y feroz… Corro y corro cuadras enteras a una velocidad sobrenatural, sin mirar hacia atrás. Y es ahí en ese momento que digo, “si muero, muero tratando de salvar mi vida”. Creo firmemente que ese es mi día, pero que no me voy a sentar a esperar la muerte. A mi lado también huyen otros. Sigo corriendo hasta que ya no se escucha ningún estruendo y aminoro el paso… estoy cubierta de polvo de pies a cabeza, tosiendo, pero a salvo. Como una desquiciada, emprendo mi regreso al origen de la tragedia, mientras los cuerdos se alejan de la hecatombe.
La torre norte había desaparecido, el bombardeo que escuché realmente era cada piso desplomándose sobre el otro.
El camino está cubierto por varias pulgadas de polvo, y veo cómo equipos de emergencia les prestan primeros auxilios a algunos que se asfixian con el polvo filtrado en sus pulmones; les dan agua y los hacen vomitar.
Un bombero con el rostro ensangrentado me grita en inglés: “Señorita, présteme su celular, necesito llamar a mi esposa para decirle que me encuentro bien”, pero con mucho pesar le respondo que no hay señal. Ese es otro rostro que queda grabado en mi memoria y que en los siguientes años aparece innumerables veces en la televisión.
Encuentro a mis compañeros, quienes me confiesan que estaban preocupados por mí. Ya podemos ir en vivo. Pero yo sigo en shock, quiero huir de allí, quiero gritar, mi mente no está clara, tengo miedo. Es el momento de elegir entre mi obligación de informar o el instinto de desvanecerme en un rincón y ponerme a llorar como una niña.
3, 2, 1, ¡vamos en vivo! Saludo atropelladamente al aire y digo: “Creo que somos la única cámara tan cerca, a pocas cuadras del siniestro… el área está acordonada y las autoridades están impidiendo el acceso. De alguna manera nosotros logramos quedarnos dentro del perímetro”.
Mi voz se quiebra, se siente la exaltación, no soy la reportera objetiva, ¿quién puede serlo ante la magnitud del desastre? La cámara muestra cuando recojo del suelo papeles que salieron volando de las oficinas, cheques, expedientes, nombres, ¿qué será de ellos?
La transmisión es extenuante y empieza a correr el rumor de que otros edificios más pequeños del complejo comercial se desplomarían. Esa tarde, en medio de mi reporte en vivo, la torre numero 7 de 45 pisos se derrumba cerca de mí, y aunque impulsada por la adrenalina sigo narrando el suceso, un policía me grita desesperado: “Run!! You gotta go… (¡Corre, tienes que irte!)”, así que lanzo el micrófono contra el piso mientras el agente me arrastra hacia el interior de una escuela.
Mi misión no acaba, y continúo reportando hasta bien entrada la noche. Los puentes y túneles están cerrados. No puedo regresar a casa. Después de muchas horas, la única opción es hacer una fila interminable para cruzar el río en un transbordador.
Logro cruzar y al otro lado me espera un grupo de hombres con máscaras y vestimenta para protección contra materiales peligrosos, que me azotan con chorros de agua para limpiarme del polvo que me cubre. Una flota de autobuses nos espera para transportarnos a Nueva Jersey. En casa, abrazo a mi esposo en silencio, me hace un incómodo interrogatorio, pero yo contesto monosílabos, mientras boto en la basura el vestido que llevaba puesto.
Esa noche no puedo dormir, las pesadillas me sobresaltan, aún tengo impregnado en mi cuerpo el olor a humo y muerte.
Me levanto en la madrugada y vuelvo a cruzar Manhattan para trabajar, ahora ante un nuevo y cercenado panorama de rascacielos. Queda el vacío y una intensa humareda de lo que se conocía como el World Trade Center y que de ahí en adelante es bautizado como la ‘Zona Cero’.
En las siguientes semanas reporto desde allí todos los días, y también es ahí donde tengo que dormir algunas noches amparada en el carro. Cuando creo que lo más desgarrador ha pasado, me enfrento a la escena de familias llorando por los suyos, y a la cruda imagen de extensos muros forrados por fotos de víctimas y desaparecidos.
Sollozo y sufro frente a la cámara, pero también mis lágrimas son de emoción ante la solidaridad y el heroísmo de un pueblo. Veo un convoy de voluntarios adentrándose a las entrañas de las ruinas, buscando un vestigio de vida, recuperando cuerpos. Ya no importa conocernos para darnos un abrazo o llorar juntos… y así empezamos a recoger los pedazos y, como el ave fénix, a renacer de las cenizas.
Soy orgullosamente colombiana, pero desde aquel día, una parte de mi corazón le pertenece a Nueva York.
Dentro de mí queda una herida que apenas empieza a cicatrizar. Lo sé porque durante 10 años siempre evité hablar del tema. Fue un trauma que expliqué a los curiosos con frases cortantes y evasivas. Solo ahora me siento capaz de escribir y reconstruir la crónica de esta tragedia a través de mis ojos, quizás contagiada por el ánimo de La Gran Manzana, que también se prepara para reconstruir sus torres más altas y fuertes que las derrumbadas, en un espacio que ya no es un cráter hendido por el odio y el terror, sino un tributo de amor, sudor y lágrimas.
Por Natalia Cruz