DOMINGO EN CASA
Dedicado a mi padre
Cuando me rindo exausta, ante la meta imposible, busco sosiego en mi memoria entrecortada que me permite retazos de dulces recuerdos, y de un jalón devuelve el rollo de mi vida, hasta ubicarme, a los 10 años, en un domingo , el día de papá.
Muy temprano, nos despertaba el alboroto que hacia mi padre en la cocina, con el fin de gozar su tiempo de descanso desde el alba. Gilberto era su nombre; y cuando lo decía, se estiraba con altivez de militar, tal vez, porque asi se llamaba su abuelo, también militar.
Entre mis añoranzas brota el gesto de nobleza de mi padre. Lo recuerdo afectuso y generoso. Presumía de todo lo que amaba, y era un excelente lector y contador de historias, las que describía con exquisito humor y perfecta dicción.
Cada dominical empezaba con la preparación de un suculento desayuno de su propia autoría y mientras se escuchaba su orquesta gastronómica con la asistencia de mamá y las dos tias solteras, mis tres hermanas y yo saltábamos de las camas hacia la ducha. Apuradas nos vestiamos con ropa casual de corte chapucero, obra de la abuela impuesta por mamá.
La mesa grande de ocho puestos se engalanaba con frutas tropicales; entonces, las tias sacaban la vajilla reluciente de las visitas y rebosaban los platos de colores y sabores: la típica gama de manjares criollos, acompañada de una jarra humeante de chocolate. ¡Qué delicia! Devorábamos sin saciarnos bajo la mirada de satisfacción de papá, y la de censura de mi madre.
Y, alli, junto a la mesa de roble, rellenas como pavos navideños, permaneciamos inmóviles y absortas, escuchando épicas historias de sus tiempos de alcalde regional. Se ufanaba sacando pecho, especialmente al relatar su condecoración por excelencia. Yo disfrutaba de sus reseñas. Lo comparaba con los héroes de mis lecturas infantiles, y cuando sus anécdotas me hacian reir o llorar, entonces me recordaba a Don quijote. A veces, por el fruncido de su cenio, se me parecía al retrato de Simón Bolívar que aparecía en el texto de historia de las tías . En verdad, él fue mi personaje favorito, quien impulsó mis primeros sueños.
Despuès de que veia en nuestros ojos un asomo de sonnolencia, debido al madrugón, se desplazaba hacia el sillón de cordobán negro, y arrellenaba su cuerpo musculoso en él, mientras gritaba mi nombre sin acento – ¡Elsa!, tráeme el periódico’- Por su mirada teatral que simulaba bravura y sus labios apretados con la sonrisa contenida, supuse que dentro del maletin de cuero cobrizo, donde guardaba el periódico, me toparía con agradables sorpresas: los comics con olor a nuevo, de Supermán, Lulú, Batman y la mujer maravilla, mis preferidos. La lectura, el teatro y la poesía eran prioridades en la diversión. Nunca hizo falta la televisión, teniamos a papá.
En la terraza de nuestra casa bordeada de jardineras, donde coqueteaban con la brisa de verano las cayenas y corales, mis hermanas y yo, sentadas en el piso de baldosas, leiamos emocionadas las recientes historietas, a la espera del almuerzo.
Papá no se quedaba quieto. Después de asegurarse que terminábamos de ingerir las diez cucharadas de sopa, negociadas, anunciaba la salida vespertina con la promesa de helado de vainilla y pastel de uvas. ¡Grandioso! ¡Después de eso, lo que sea!.
Finalizada la tarde y montadas en la vieja camioneta Studebaker recorriamos el barrio recibiendo el aliento fresco de la brisa caribeña. El paseito concluía en el patio de la casa con la gloriosa interpretación de su poema preferido: el brindis del boehemio. Muy a pesar de nuestra fascinación por su actuación, el recital se desvanecía en nuestros oídos adormilados, a medida que caia la noche; entonces, a cada una, nos llevaba cargadas a la cama, cerrando el domingo con un beso.